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Y al fin y al cabo ¿cuál es nuestra revolución? No tengo claro que los medios de comunicación seamos honestos con nuestra agenda-setting, con esa perversa selección de noticias destacables que copiamos unos a otros y que destierran de la actualidad la lucha de las mujeres iraníes, en esa revolución del pintalabios, o la de las pequeñas historias que se nos escapan y a veces vuelven camufladas de triunfo deportivo -por si no se lo había preguntado hasta ahora Astaná, además de un equipo ciclista de éxito, es la capital de Kazajstán, pero eso a nadie le importa-. No tenemos derecho más que a a conocer las versiones reducidas de la realidad y por eso ni nos molestamos en aprender del otro que queda lejano y da miedo. Es una suerte que siempre haya un partido político como el PP que se ofrezca a gestionar nuestros pánicos y plantee una nueva regulación más restrictiva de la inmigración o un endurecimiento de la legislación penal para abrir la puerta a la cadena perpetua, olvidando que España es uno de los países donde las estancias en la cárcel pueden ser más prolongadas por la dureza de sus leyes.
Ahora salen con el debate de las pensiones, aprovechando que el Gobierno propone alternativas a la posible quiebra del sistema a partir de 2030. Un cataclismo de origen demográfico que estaríamos ya viviendo este año si la entrada de esos extranjeros que tantos trabajos nos quitan no hubiera compensado la esquelética tasa de natalidad de nuestro país. Para quien haya asistido a los seminarios de la UIMP de los últimos años esto no es nuevo: sorprende la desfachatez demagógica de quienes, habiendo estado presentes en esos debates, susciten ahora el pavor al grito de «¡que nos quitan las pensiones!» o «¡nos van a hacer llevarnos el ataúd a la oficina, porque de tanto trabajar vamos a salir de allí con los pies por delante!». Es necesario sentarse a repensar qué hacer con un sistema en ruta a la parálisis si se mantiene tal cual, sin reformas que otros países de nuestro entorno ya han encauzado. Además, yo estoy completamente de acuerdo con que las empresas que decidan librarse del excedente de mano de obra mediante las prejubilaciones paguen de sus bolsillos los costes, porque la Seguridad Social no puede ser el remedio perpetuo a todos los males de nuestro empresariado, ávido de recoger beneficios, pero dispuesto siempre a un ERE que pagamos entre todos. En el fondo de todo esto lo que subyace es el descrédito por parte de la derecha de los sistemas de protección social, que han propuesto en numerosas ocasiones sustituir por esos planes de pensiones privados que han demostrado su vulnerabilidad ante la actual crisis financiera en otras naciones y han hecho dar marcha atrás a ese liberalismo insolidario.
Por otro lado, creo que personalmente ganaré mucha paz interior si a partir de ahora cada vez que se plantee un ERE en una firma con una saneada cuenta de resultados sea ella quien costee el desembolso de mandar al desempleo a sus trabajadores.