Alicia Giménez Bartlett se ha desecho ya de aquella cruel cantinela que aprendió en las teresianas (“Viva la guardia civil que ha atrapado a La Pastora, mujer de bajos instintos, fea, mala y pecadora”), exorcizando el recuerdo de aquel ser abominable en su última novela, “Donde nadie te encuentre”, ganadora del premio Nadal. ¿Pero qué había de cierto en el monstruo que asustaba a la niña Alicia?
Alicia González
Oímos casi a La Pastora desbrozando la maleza. Da miedo darse cuenta de cómo la montaña se convirtió en espacio de libertad para los maquis, perseguidos, pero libres en una España claustrofóbica que Alicia Giménez Bartlett refleja en su última novela, premio Nadal 2010 que recientemente presentaba en el Instituto Cervantes en presencia de su directora, Carmen Cafarell y de la periodista Concha García Campoy.
La madre de Petra Delicado aparca la novela negra y captura a la huidiza maquis, para el lector y así trasladarnos a través de ella a la España de finales de los cincuenta en los pueblos donde “el castigo de la posguerra hacían que la violencia, la brutalidad y un primitivismo extremo provocaban que la vida fuera aparentemente irrespirable”, según subrayó la periodista.
La escritora reconoce que “esa idea infantil de La Pastora me ayudó a que fuera un mito del lugar, una bandolera terrible, pero al mismo tiempo, una mujer en la montaña a quien la guardia civil no había conseguido cazar nunca, sólo cuando estuvo fuera de su hábitat natural”. Su curiosidad tuvo que pasar varios asaltos, hasta ganar el combate en el que ha tejido una novela que desbroza el misterio que rodeaba a Teresa Pla, aumentado por una sexualidad indefinida. La Pastora tenía una malformación genital de nacimiento congénita y su madre, una mujer con siete hijos y muy pocos recursos culturales y económicos, la inscribe en el registro como mujer. La otra clave del atractivo para la prensa sensacionalista hay que buscarlo en la ferocidad de sus acciones que alimentan las insaciables ansias de morbo de El Caso. “Se decía que estaba sedienta de sangre, que era una asesina sin entrañas, algo que les gustaba mucho en esa época, con unos tintes melodramáticos”. Por eso, para indagar la verdad de su peripecia la autora se vale de dos personajes, “intermediarios entre la gente de nuestra generación y ese personaje tan primario de La Pastora. Una autobiografía ficticia en donde nos contara en un monólogo continuado sus vivencias se hubiera entendido mal, porque sus experiencias eran muy extremas, pero muy simples, porque sus recursos culturales eran escasos”. Con ello le da la oportunidad al lector de juzgar con sus propios ojos al protagonista.
Giménez Bartlett persigue la leyenda en el Maestrat y Els Ports, pero el miedo y la prevención a hablar de este personaje a un forastero impidieron un temprano acercamiento de su documentalista, hasta que se topó con el trabajo de José Calvo, quien en una minúscula editorial de Vinaroz publicó mil páginas con todas sus investigaciones. “Al ser del lugar –explica- las puertas se le abrieron mejor y tampoco tenía un prurito de hacer una obra literaria, o una tesis, sino publicar sus indagaciones tal cual”. Gracias a ello salió adelante la novela.
Pero no acabaron ahí los desvelos de la escritora: “Yo quería ser extraordinariamente cuidadosa, puesto que parece mentira, pero esta historia puede levantar ciertas ampollas todavía. Estoy por la recuperación histórica, por contribuir al conocimiento del pasado, pero creo que no hay que volver a tomar partido en los hechos; debemos separarnos emocionalmente”. En esa ecuanimidad no hay sitio para dejarse subyugar por La Pastora: “Pertenece a una época de España terrible, pasó una vida espantosa de penurias, recurrió a la violencia para salir adelante. No puedo admirarla en el plano intelectual, pero puedo llegar a comprender que quizá se le dejaron pocas salidas. A los nueve años como las hermanas no paran de pegarle, se va a otra masía con una familia de acogida y dos años más tarde la abandonan en el monte para que cuide de los corderos y de ahí sigue encadenando la soledad”. Al mismo tiempo La Pastora aprende a contestar la brutalidad reinante. “Se burlaban de ella continuamente diciéndole ‘¡qué tienes entre las piernas, levántate la falda!’ hasta que Teresa que mide 1,80 y tiene unas espaldas enormes, porque era un hombre genéticamente, y se echa un cordero vivo a la espalda en dos golpes te demuestra que nada de reírte de ella, porque puedes encontrarte con lo que no te esperas”. Teresa estaba aprendiendo la violencia para sobrevivir.
A su aislamiento viene a sumarse la retirada de los maquis a Francia, tras la desastrosa bravata de subvertir la dictadura. “Te preguntas a quién se le pudo ocurrir que la guerrilla desde las montañas podía conmocionar la política de un aparato represor como el de Franco, pero lo llevaron a efecto”. La Pastora y su compañero de monte, Francisco, afrontan una prueba adicional, desertar. “Se quedaron perseguidos por la guardia civil sin poder acercarse a ningún núcleo urbano y sin ningún compañero ni organización que los amparara. Es la desesperanza total, un no saber dónde dirigirse y no tener a nadie que te respalde, ni familia, represaliados, sin ideas, ni Dios”.
Desolación que se explica perfectamente mediante la relación de La Pastora con el psiquiatra francés que, “acostumbrado a un paciente individual que le va haciendo llegar sus sinsabores o sus neurastenias, se encuentra con que ese dolor de Teresa es colectivo y no hay manera de acotarlo, porque es una tragedia general. Es un dolor que no está solamente en la psique sino que incluso parte del cuerpo y todo aquello le hace replantearse muchas cosas”. Entre ellas ese apreciar la vida por si misma de la protagonista, “un sentimiento de supervivencia cercano al reino animal, muy presente en ella que le hace decir ‘tengo hambre, pero estoy viva’, concluye la escritora.