“¡Cuántas veces [en la época de Franco] iba la policía a Ferraz y nos detenía!”
Entrevista a Felipa Plaza González
Feli tiene su propia banda sonora. A sus 95 años acompaña su soledad tarareando por lo bajinis canciones que sólo ella recuerda y que le ponen motor a esa lucha. Felipa Plaza mira con el ojo apagado a las entrevistadoras y dice no oír bien, quizá porque sus fuerzas las reserva para cuando este año tenga que vender la lotería del partido. Ahora y no de casa en casa como antaño, sino llamando a aquellos que conservan el cariño a los ideales, pero sobre todo a Feli.
“Como siempre y con más cariño que nunca, tu Fede”, reza en rojo –no podía ser de otra forma- la dedicatoria de esa imagen dibujada que nos trae la Felipa que fue, la misma que vive en su relato, aquella chica a la que Federico retiró de vender castañas, sentada en su puestecillo en la plaza de Santa Bárbara, y con la que se casó intercambiando los anillos en un ascensor de la calle Montera. No necesitaban más liturgia; sólo la foto de boda atestigua la ilusión de los contrayentes en la ceremonia fingida a la que el fotógrafo de estudio le puso todas las flores y el mimo para que la representación tuviera éxito. Bigote recortado de galán él, prendedor en la solapa ella. No les hizo falta nada más en esos años de miseria y rebeldía.
Pocos salones como el de Feli están presididos por un cuadro de Pablo Iglesias arengando a las masas puño en alto. Su precoz fervor socialista se calmaba entonces en la sede del partido. Escuchando a Felipa pareciera que eso de la guerra era cosa entretenida. Nos cuenta que con sus hermanas, que más tarde venderían patatas fritas por las terrazas de los bares para ganarse el amargo pan de la posguerra, confeccionaban pantalones y gorras gratis para los muchachos del frente y que ella, muy animosa, se andaba los fines de semana hasta Navacerrada para infundir aliento a los combatientes. La pequeña industria, propiciada por unos vecinos suyos de la calle Orellana, socialistas también que se apiadaron de su desgracia –un obús del 15 y medio acabó con su casa en la cuarta planta- comenzó cuando les dejaron la máquina de coser hasta que acabara la guerra, tal vez pensando en que pronto llegarían buenos tiempos en forma de democracia. Pero esa esperanza se demoró demasiado y entretanto Feli, que se salvó de aquella bomba de milagro, no tuvo la misma suerte con los que no perdonaron su militancia.
Mujer clandestina, pero nunca silenciada
De aquellos juicios rápidos, sin garantías, esta socialista temprana –entró en el partido sin tan siquiera haber cumplido los quince años- guarda memoria de una distancia, la que la separaba de su padre en aquel tribunal. Puede que los ojos que ahora le fallan mantengan fresco el tacto de aquellas manos que no alcanzaron a despedirse, o sí, pero a las que se les hizo poco el tiempo para darle un beso al padre. Dos años para él, desterrado cerca de Astorga, tres largos años para ella, en Tarragona. Doble condena, la de la cárcel y la de la separación de la familia. Allí vendrían los tiempos de la protesta soterrada, ese no querer doblegarse al rezo (¿Tú vas a querer ir a misa? Antes morir, dije) ni a alzar el brazo para jalear al régimen. Sus negativas le valieron la reclusión con otras cinco chicas, “estábamos casi unas encima de otras”, en el último piso del penal “con un ventanillo así pequeñito y un pasillo” y la venganza diferida de la monja celadora que almacenaba la tortilla de patata que le enviaba a prisión una amiga hasta que el moho la hacía incomestible. “Ninguna semana la probé, porque me la daban ya pocha”, dice Feli que se encaró contra la injusticia, pero conteniendo la boca, “porque a ver si me iban a dar una ensalada de palos”.
Días de hacer pañitos de ganchillo, miedo e incomunicación como los que más tarde llegaron en Madrid; resistiéndose a un nuevo alejamiento de su familia, Feli se refugia en casa de una amiga durante un largo año de clandestino encierro. No salir, no hablar, no ver, en realidad, compartiendo en su cubículo el mismo castigo que vivía la sociedad española en su conjunto, el autarquismo de una dictadura consentida por el silencio de la comunidad internacional.
Frente a esa complacencia el pasillo de la casa de Feli cuelga en sus paredes un puño repujado en metal, una mano obrera en alto que vagamente recuerda hecha por su marido. Luego vendrían los años plácidos, los del nacimiento de sus hijas, de los nietos, sin que todos los avatares cotidianos provocaran un desistimiento de la causa. Felipa a través de las vidas de sus hijas pudo conocer la realidad de países como Nicaragua, donde encuentra la miseria lejana de sus años jóvenes (“pasábamos más hambre que un ladrón”) en los chiquillos que se disputaban los pasteles con que celebraron el bautizo de su nieta. Su marido aprovecha la estancia para elevar la voz contra las desigualdades y arroparse de revolución antes de regresar a España. “Mi marido daba discursos –cuenta Feli- y yo hacía bocadillos para repartirlos a los niños y a la gente mayor que no tenían qué comer, porque había mucha gente tirada muerta de hambre”.
La mirada se detiene entonces en el retrato a lápiz de Federico, que se fue, pero también en la imagen de compañeros de batalla que llegaron para abrazar a la nonagenaria republicana, en su carnet de militante. Feli los conserva en su particular archivo de peleas contra el desaliento, con la memoria precisa de los lugares recorridos, de la sede del partido en aquel descampado que hoy ocupa El Corte Inglés –cruel paradoja inmobiliaria-, de cuando repartía propaganda por los bulevares de Madrid hasta que la detuvieran, aunque tuviera que purgar la culpa pasando unos días entre rejas. Hoy observa la contienda desde la retaguardia de su hogar, al menos hasta que llegue la próxima convocatoria de la agrupación, (“ya no puedo ir todo lo que querría, porque me canso mucho”), porque hay que salir a la calle nos dice -mientras nos pregunta si Rajoy va a durar todavía mucho- y es mucho viniendo estas palabras de quien hubo de guarecerse en tiempos oscuros y supo continuar con la vida, cosiéndoles vestidos a sus niñas, porque había que ganar la guerra sabiendo resistir, viviendo más intensamente si cabe.