Las costuras del drama catalán o el orgullo de Coriolano

“Política y ardid son los que habrán de hacer

lo que deseáis; y así debéis tener en claro

que lo que no podéis lograr como quisierais

debéis llevarlo a cabo del modo en que podáis”. (Tito Andrónico)

 

Dentro de algunos años o décadas, cuando seamos dos Españas, no de izquierdas y derechas, sino una España y sus fragmentos habrá quien analice todo esto con ojos ajenos como de tesis doctoral. Y con esa mirada podrá deslindar la dramaturgia del conflicto catalán loando y denostando las grandes dotes interpretativas de unos y otros. La trama se articula en torno a un leitmotiv muy recurrente en las epopeyas: la lucha contra el tirano, pero para hacerlo más rotundo el libretista da una vuelta de tuerca, entendiendo que no se trata de un enfrentamiento contra una figura concreta, en este caso el impertérrito Rajoy, sino de la justa rebeldía frente a un orden impuesto. Al menos en esos términos de tragedia clásica se plantea. Cual Antígona de Sófocles, Puigdemont, Mas y sus correligionarios de Junts pel Sí (JxSÍ) han decidido desobedecer los dictámenes de una ley que no reconocen y emprender el camino para sepultar a su héroe. Porque en toda representación escénica es imprescindible contar con un personaje que ejemplifique la entrega sin límites, el altruismo y Artur Mas no encajaba con el perfil, por más que se empeñara en postularse como víctima de esta zarzuela en que se ha convertido el proceso independentista catalán. Y decimos zarzuela por no decir vodevil por aquello de las entradas y salidas de casas, dependencias judiciales y recintos varios de la familia que cristalizó como una suerte de monarquía sin corona y que, sin molestar en exceso representaba el poder real, al garantizar la gobernabilidad de un país, los Pujol. De este modo, en Cataluña se percibía que la voz de los catalanes era decisiva para la buena marcha de España. La burguesía se contentaba con ese papel de noble feudal imprescindible al Alfonso VI de turno, si bien como entonces, todo caudillaje termina por poner en duda si el soberano es merecedor de los brazos que se ponen a su disposición. De nuevo lean a Shakespeare y encontrarán en el orgullo patricio de Coriolano frases como “Es honorable en la guerra y en la política parecer otro del que sois”. Curioso que el honorable haya resultado ser fiscalmente otro muy distinto al padre de la patria que dibujaba su parlamento en la escena de otros tiempos.

Surge así otro de los elementos dramatúrgicos de interés en este storytelling que alguien tendrá que escribir, la oposición entre lo concreto y lo abstracto, la pelea entre España y los catalanes. Ahí se explican esas proclamas del Tarraco Arena: “¿Qué gente se piensan que somos los catalanes?» en boca de Puigdemont o la equiparación de España con el autor intelectual del atentado de las Ramblas al usar como bandera el “No tenemos miedo”.  Una vinculación perversa que iguala a quienes condujeron una furgoneta para arrollar viandantes y a un Estado sin nadie al volante, porque se entiende que ambos ejercen prácticas terroristas contra la ciudadanía catalana. Y un capítulo más de esa propaganda nacionalista que se ha cuidado mucho de expandir ese mensaje de “España nos roba” y no “Los españoles nos roban” o “España roba a Cataluña”. Sí, dirán, simple léxico, pero no se equivoquen, dibujando en letras mayúsculas España y en pequeñito a los catalanes, concluimos que el Estado se identifica con un ente sin forma, deshumanizado que castiga con su rapiña a los pobres ciudadanos de esta casi aldea indefensa. El eslogan no es casual, porque, a pesar de que los nacionalistas siempre han escrito en versalitas Cataluña, aquí se apela a la emoción de ese sentirse vapuleado, “robado”, por quienes sin ninguna ética “nos” agreden, a ti y a mí, porque Cataluña somos todos, pero cada uno. Es entonces cuando entra el coro de los esclavos de Nabucco y entona aquel “Mia patria si bella e perduta”. Algo que cualquier catalán que haya pasado por el Palau -¿dónde estará Millet, aquel hombre que leyó mejor que nadie a Brecht para montar su propia versión de “La boda de los pequeños burgueses”?- sabe traducir inmediatamente.

Pero volvamos a los eventos que nos llevarán a la erección del monumento al caído. Madrid está aportando todo el atrezzo para que la trama desemboque en eso. Lo ideal sería que el héroe fuera un mosso d’esquadra porque aportaría la carga de dramatismo que estos actos simbólicos requieren, pero no ha hecho falta, porque el Gobierno ha trasladado a Trapero y su gestión de la investigación del atentado las culpas y responsabilidades de la prevención. Así hemos pasado del individuo a todo un cuerpo y el siguiente paso ha sido la citación de los alcaldes y las reconvenciones contra las posibles consecuencias de su participación activa en el 1-O.

El llamamiento al pueblo llano se ha hecho como era de esperar con su implicación como colaboradores imprimiendo papeletas y la instalación de esas urnas ficticias que nunca convocaron a un plebiscito, trasladando la responsabilidad de lo que suceda a los miles de voluntarios que se ofrezcan para realizar la consulta. Nuevamente tenemos un referente escénico en la obvia Fuenteovejuna que canturrearon al ritmo de “¿Dónde están las papeletas?”. Pero está claro que, si los sucesos se desarrollan con la mayor carga de épica posible, ante una eventual intervención de, por ejemplo, antidisturbios enviados desde Madrid, el clímax de la obra llegaría con la aparición de un adalid de las libertades, ese mosso que se colocaría en primera línea de la protesta para enfrentarse a los represores. Lógicamente la escena quedaría redonda si en ese momento un antidisturbios contraviniendo órdenes de sus superiores se quitara el casco y abrazara a su hermano en la revuelta. Luego sabríamos que el integrante del operativo policial era de Palafrugell, eso sí, de padres jienense y calagurritana. Mucho más efectiva la bofetada a la institución por cuanto el mosso al fin y al cabo es un funcionario de la Generalitat y el hombre del casco y porra anónimos, empleado de la máquina estatal. Eso o encontrar un Mohamed Bouazizi que como en la revolución jazmín tunecina esté dispuesto a quemarse a lo bonzo en el espacio público para evidenciar la injusticia del españolismo. O quizá lo tenemos en la figura de Gabriel Rufián que ha abandona su brillantez parlamentaria en las interpelaciones para adoptar una tesitura arrogante de “¿Y bien?”. Actitud respaldada en el citado mitin tarraconense por Jordi Sánchez, de la ANC: «Todos juntos estamos haciendo el mitin ilegal más importante de este país, quién nos lo iba a decir, quién nos iba a decir que en 2017 algunos nos querrían en la clandestinidad”. Por un instante, regresamos a la escenografía de los Alcántara y se asimila la democracia con el franquismo sin sonrojarse, porque el aire de estar haciendo algo ilegal siempre tiene un plus de divertida rebeldía que a todos llega.

Entretanto, las tertulias que analizan la deriva de la cuestión catalana actúan como los asistentes de aquellas sesiones de Kleberg en “Los aprendices de brujo”, debatiendo sobre las medidas a tomar en caso de que el órdago prospere lo hacen sin mencionar la palabra intervención como un deus exmachina que milagrosamente pusiera fin a años de ceguera –¿lo ven?, de nuevo los clásicos-. Tal vez Rajoy necesitaría un Tiresias para abrir los ojos a lo que se nos viene encima-. Brecht, Meyerhold o Stanislavski, lo tenían un poco más difícil para hablar con soltura que Mei-Lang-Fang, porque cuestionar la libertad en el arte era hacer lo propio con Stalin. Es verdad que las alternativas que deja el Gobierno son pocas, quemados los puentes del diálogo, pero alguien desde Madrid tendría que atreverse a abordar desde la calma lo que Kafka definiría como una “ilusoria demarcación de algo ficticio”, el desencuentro pavimentado con discursos incendiarios de una Cataluña a la que le urge ser libre y una sordera estatal que alimenta ese fuego. Y puestas así las cosas queda plantearse si esa nueva República optará por un secesionismo a la eslovena, sin violencia en los previos, aunque con todos los subsiguientes procesos de verificación de la pureza de sangre posteriores que dieron lugar a más de 25.000 “borrados”. O fragmentaciones sucesivas como la República Srpska de Bosnia o la Krajina en Croacia que ilustraban la imposibilidad de uniformar espacios antes multiculturales de un plumazo. La realidad en Cataluña no está tan lejos de ello como demuestra la coexistencia de ciudades abiertamente independentistas junto a otras claramente partidarias de mantenerse dentro del Estado español. De ahí a la constitución de la República española de Hospitalet no hay más que un paso. Y para entonces no necesitarían reescribir consignas y proclamas; bastaría con sustituir unos nombres por otros y esgrimir los mismos argumentos con que Antígona-Puigdemont defiende el irrenunciable derecho a la autodeterminación.  ¡Visca el president Junqueras!

Alicia González

 

 

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