
He visto arrancar con brazo decidido las piedras fundacionales de una relación. Perdón, empiezo de nuevo… Esta mañana he visto una exposición de Joanie Lemercier donde un brazo mecánico arranca con precisión, sin miramientos, brutalmente los arcos, los remates, las paredes de una iglesia, la de San Lamberto en la localidad alemana de Immerath.
Y ahora, buscando información sobre aquella violencia tan física, a pesar de no mediar entre el templo y la maquinaria elemento humano, al menos de forma visible, no he podido más que pensar en el brazo de un padre arrancando la vida de sus dos hijas. El golpe que se asesta en ambos casos es definitivo: en el de la iglesia del XIX el edificio parece incólume a cada dentellada, pero basta seguir viendo la secuencia para entender que con cada mordisco de esa enorme serpiente mecánica la solidez de los muros se demuestra vulnerable, fácil presa para quien quiera tumbarla. En el de la madre que tendrá que enfrentarse al trance más cruel también. Con cada renuncia a entender, cada justificación se estaba robusteciendo al que nunca se detectó como enemigo, al maltratador que finalmente ha acabado con la vida de al menos una de sus hijas.
El paralelismo prosigue por cuanto la destrucción se explica para algunos en pro de un bien mayor: la del patrimonio histórico-artístico, una bagatela con poco rendimiento salvo el escaso que puedan proporcionar los turistas, para propiciar una industria boyante como la minería, siempre necesaria, a no ser que quiera prescindir de todos esos gadgets tecnológicos que tan fácil le hacen la vida. En cuanto a la aniquilación de la relación afectiva para algunos se antepone la preservación de la familia como bien superior en rango, por lo que cualquier acto que pueda devolver la situación al origen, a la pareja como unidad central, eliminando a los hijos si se considera que pueden distorsionar esa célula idílica siempre está bien visto por los defensores de una rancia forma de ver la vida. Los hijos e hijas no son más que un apéndice, una circunstancia más como la casa que se comparte o el coche que se paga a medias o las mascotas por las que se pelea por su custodia. Son aquellos que abanderan que el matrimonio es una transacción de gananciales donde no cabe la separación ni de bienes ni de afectos. Y desde esa perspectiva lo que queda es arrasar sin reparo, violentamente, sin pensar, aunque luego, como en el caso de la mina alemana haya que reparar la desolación, ese paisaje lunar que dejan las rupturas. Si hubieran visto el documental que atestigua la demolición de esta iglesia historicista y de la minuciosa labor de desbastado de la roca por una gigantesca máquina a modo de noria sacabocados comprenderían que por consistente que sea la fortaleza de una mujer víctima de violencia de género poco puede hacerse frente al desgaste que supone la toxicidad a la que se ve expuesta día tras día, constantemente, con la pertinaz persistencia con la que se aplica esa enorme rueda que extrae enormes porciones de roca de la Tierra -apenas polvo para nosotros desde la distancia, sí, la misma que aplica la sociedad a la hora de abordar la violencia contra las mujeres-.

Y es ahí donde se apoya el edificio de la respuesta a esta lacra, donde debería aporrear el maltratador sin éxito y encontrarse con que toda la ciudadanía contesta a una “¡Santuario!” como se hacía antiguamente para proteger a quien se acogía a sagrado. Porque ésa es la cuestión que, dada la indulgencia con que siguen contemplándola algunos y algunas -violencia doméstica, dicen, como si entre los enseres del ajuar llevaras de serie los golpes, los gritos y las noches sin dormir-, la condescendencia con que se compara la violencia de género a los asesinatos por cualquier otra causa, porque nos hemos acostumbrado a que hablar de quemar, descuartizar, tirar ácido, forman parte de las posibles represalias por haber querido salir de ese espacio sacrosanto de la familia o la pareja y conculcar el deber de seguir soportando a quien antaño «protegía» tu destino -si queremos seguir empleando ese tono paternalista- y ahora no soporta que te busques el tuyo lejos de él. Y eso que la huida te abandona en un espacio sin límites, amargamente vacío como el que muestra el documental de Lemercier en la Fundación Telefónica, sin horizonte próximo, sin asideros y en muchos casos con la certeza de hacer el viaje sola, porque parte del peaje que quizá deberás pagar es el de perder a tus hijos.

Y entonces, en ese hueco inacabable creen ganar los que aseguraban que deberías haber aguantado estoicamente para que no les pasara nada a las niñas y los que te demuestran si eres el hijo o la hija que sobrevivió a la muerte de tu madre que la burocracia para conseguir lo poco que te queda, una compensación insuficiente, pero imprescindible frente al dolor puede horadar aún más ese paisaje desierto que es la soledad del huérfano. Porque pasada la extracción de todos los recursos, la mina a cielo abierto, esa inmensa herida interminable, desaparecerá, restaurada como evidenciará la llegada de las aves que devolverán la vida donde se eliminó cualquier vestigio de la presencia humana y la pérdida de ese hijo o esa hija o esa madre sanará, no sin que comprendas que detrás del maltratador en cambio, había desaparecido toda posibilidad de reconstruir a un ser humano. Y mucho menos a un padre.
P.D.: Esta tarde, ordenando el cuarto de mi hijo me he encontrado con uno de sus juegos de aventuras, la clásica botella arrojada al mar con mensaje dentro. Cuál no ha sido mi sorpresa al desenroscar el tapón, desenrollar el papel y leer el contenido del texto.
Es la carta que Martín, creyendo todavía en la inocencia del padre había escrito a la policía, según él para informar de su paradero en Sentinel del Norte, el único lugar en la Tierra como para perderse sin que te localicen, y con ello, que rescataran a Anna y Olivia. Como Martín nadie concibe que la monstruosidad humana pueda alcanzar cuotas tan inasumibles, un dolor de esos que te parten en dos y te hacen proferir un grito seco de los de Bacon. Lo malo es que el aullido de los que se niegan a aceptar la necesidad de atajarlo en vez de desaparecer se siente fuerte, tanto como para sofocar el minuto de silencio en la Puerta del Sol, tanto como para reivindicar la patria, cuando de lo que se habla es del dolor de todos.
Alexandra Hernández Crespo analizaba en 2019 la hibristofilia como un problema educacional y mientras no exista una conciencia clara y compartida de que se requiere un consenso ciudadano en torno a eliminar esa ficción compartida de la figura masculina en su rol de figura dominante, muchas princesas seguirán muriendo a manos de esos agresores románticos de los que se enamoraron confundiendo una equivocada masculinidad violenta y agresiva que también les atenaza a ellos y contrariamente a lo que puedan creer los hace menos hombres.
Autora: Alicia González