El silencio del tiempo

Autora: Jaberbock

Una crónica de la incertidumbre vivida en tiempos de pandemia como formato sonoro, generador de colectividades ausentes y/o temerosas que ejecutaron coreografías irrepetibles para públicos recluidos. Corrigiendo al título de la editorial Gustavo Gili nos preguntamos no «¿Cuánta casa necesitamos?», sino cuánto vacío acústico podemos soportar en ella. Transformados en habitantes de cabañas apiladas, pero aisladas y básicas, al modo de Thoreau la ciudadanía ha aprendido a que hasta gestos como el frotarse la cabeza con desesperación eran audibles en esta pandemia de seres solos. Un malestar del que creemos habernos hemos curado volviendo a nuestra versión más dionisíaca y despreocupada en nuestros balcones-jaula.

“…he empezado a entender que todo se reduce a una cuestión de heterofobia. Heterofobia significa miedo al otro. El término califica actitudes que tienen que ver con nuestra organización tribal, con el nosotros y el ellos y la identificación del ellos como amenaza. Los humanos no sabemos vivir fuera de nuestro grupo. Es una ventaja evolutiva por la que hemos pagado un precio muy alto en guerras y matanzas. En las sociedades urbanas y complejas la tribu es cada vez menos reconocible, nos cuesta encontrar a los nuestros. ¿Quiénes son? ¿Los compatriotas? Demasiado diversos”.

(“La España vaciada”. Sergio del Molino).

La pandemia nos transformó en siluetas sin rasgos como una de las portadas de Tom Gauld para The New Yorker. Y así el silencio del estado de alarma nos facilitó desprendernos rápido de las ataduras morales: no visitar a la madre enferma, arrojar a tu pareja a la calle a hacer la compra, extralimitarte vengativamente en los niños, castigados a no ser en el encierro. Porque un niño sonoro se aguanta peor cuando todo es silencio. Aprendimos a caminar por la casa escuchando un silencio audible.

Cuando a mitad de los cincuenta del siglo pasado la imaginación de los escritores nos advirtió del peligro de amenazas desconocidas, todas iban acompañadas de un séquito de sirenas, avisos repetidos de forma estridente en las distopías de Huxley, Bradbury o el más coloquial Lou Carrigan. Con la pandemia descubrimos que la mayor maldición para el ser humano no era ese estallido de megáfonos, sino la desolación del silencio.

Muchos de nuestros compatriotas aprovecharon la benevolencia o la falta de controles por parte de las autoridades para buscar refugio en el campo. Pero fuimos muchos los que permanecimos en la ciudad, fundamentalmente, porque sin saberlo nos adscribimos a la filosofía socrática de la polis (“Yo no tengo que ver con los árboles en el campo; yo sólo tengo que ver con los hombres en la ciudad”) que Ortega y Gasset recupera en “La rebelión de las masas”i. Aunque en pandemia poco quedaba de los trazados urbanos, esos recorridos invisibles que dibujamos sin cesar los urbanitas. Los espacios permitidos no importaban. Un silencio se nos había colado por las rendijas de los edificios, nos calaba hasta los huesos y que, sin embargo, permitió a las ballenas sentirse dueñas y señoras de los océanos para aproximarse a las aguas más cálidas del litoral del nordeste brasileño. Había quien pedía un minuto de silencio por las víctimas de la COVID sin entender que precisamente el silencio ya se había instalado en la cotidianeidad y que, por contra, lo que todos demandábamos eran esos minutos de euforia compartida, de náufragos en un bote en mitad del mar.

Hasta el más pudoroso en su vida prepandémica se lanzó a las ventanas, cuando no balcones, para protagonizar escenas imposibles de solidario ruido en el mejor de los casos, de vergonzante exhibicionismo en la mayoría de las ocasiones. La fiebre pánica era en esos momentos casi más grave que el virus. Nuestros congéneres encontraron en el género de poner la música a todo volumen la compañía que las calles les negaba. Y muchos nos vimos abocados a sufrir de forma perenne la asunción de un himno a la resistencia que no era más que claudicación ante el temor a la muerte.

Silencio en las UCIs, de los pacientes abandonados forzosamente a cumplir la peor predicción de sus asustados parientes, sólo roto por sus ahogos tras la saturación de unos pulmones que ni puestos boca abajo respondían. Silencios imprevistos como el del que se pensó ya bien, se levantó de la cama del hospital, cruzó unos metros hasta el baño y dejó como legado el ruido póstumo de su cuerpo al caer.

Silenciamiento mediático que no quiso ver ni mostrarnos las dimensiones de la tragedia. Silencio que luego pagamos cuando el optimismo no pudo hacer memoria de aquello que nunca había visto y se entregó a la locura de una segunda ola que rompió contra nosotros sus brutales estadísticas de muerte.

Los objetivos que más de uno quiso perseguir en silencio en esas pandemias felices llenas de proyectos y el silencio de los que vivieron la pandemia entre los gritos feroces de los niños enjaulados por el miedo y la precaución de sus padres y madres. Nunca hubo un columpio más callado que aquellos de abril de 2020.

El silencio de la putrefacción estupefacta con la que los ancianos seniles observaban a los cuerpos sin amortajar que durante días aguardaban la llegada de la compasión o al fin de los servicios de emergencia. Unas urgencias que, o no recuerdo, o no eran sonoras, pero dejé de oír, quizá porque el silencio era demasiado denso para ser cortado por el raudo recorrido de un trayecto con un casi muerto a cuestas.

Las colas del desamparo, de los desempleados intercambiando su malestar dolido no existieron en esos días. El silencio administrativo se hizo rey.

Como en un cuadro de Marianne von Werefkin nos recuerdo vigilando desde los balcones los movimientos de los transeúntes, pero sin la elegancia de la mujer sentada en el café que retrató Kurt Hutton allá por los 50. Porque cuando nos hemos arrojado a la vida de nuevo hemos sido personajes de Boccaccio y no de Saramago. Ninguno reflexivo, ninguno sin rumbo, ninguno pensando en el colectivo, solamente guiados por esa pulsión tan profana de disfrutar mientras dure. Hoy hemos descubierto que la compulsión higiénica tal vez detuvo los impulsos irresistibles por la cópula como falsamente vaticinaron los más optimistas -casi se los podía oír dijeron- que vendrían a dejarnos en herencia un manantial de ruidosos hijos de la pandemia. A día de hoy lo único que notamos de nuestra tasa de natalidad son sus últimos estertores.

Es curioso que hubo quien prefirió el ametrallante mutismo de la mensajería móvil para trasladar sus terrores, su aislamiento, su desesperación, en lugar de dedicar horas a escuchar una voz humana -se ve que Malraux ya no es tendencia-.

En este tiempo hemos olvidado “rescatar el tema de la violencia de los hombres hacia las mujeres del reino del silencio de la esfera privada y reconstruirlo como un problema público”ii. Colaboramos con el silencio cómplice, incluso traidor, de lo que no quisimos atender: el ruido tardíamente recordado de una pelea que acabó en vacío y las preocupantes ausencias sonoras de nuestra vecina a la que un día dejamos de oír metiendo bulla y que pronto descubrimos salía en una bolsa de cremallera detrás del siempre cabizbajo presunto culpable, recluido en una mudez incómoda, arañada por las estentóreas voces de los linchadores del después. Sus voces no cuentan, porque son las mismas que siempre lo definieron como un hombre normal, encantador y buen padre. Seguramente el más locuaz en las reuniones de vecinos, el que nunca daba la callada por respuesta.

Hemos asistido a funerales desde la deserción del bullicio, incluso desde la disculpa del miedo que nos retuvo en casa. Y allí nos sentimos fuertes sin oír, porque habíamos olvidado y en la hipocondría, la neofobia, la antropofobia nos sumergimos en el trastorno obsesivo compulsivo legiones de sedatefóbicos, confinados en las cámaras anecoicas en que habíamos transformado cada domicilio. Ahora vemos al Perseverance caminar por Marte y comprobamos que hasta el planeta rojo no ha perdido el sonido, porque incluso el aire, ese que nos faltó en el encierro, suena. Un aire de irrealidad acústica al que Federico Volpini quizá hubiera sabido sonorizar, aunque yo creo que para una pandemia no hay “ruideros” entrenados.

“No entiendo el motivo por el que tenemos miedo al silencio. ¿Por qué la gente huye del silencio? ¿Acaso tienen miedo de escuchar esa voz interior que intenta decirle que tiene que revisar algunas áreas de su vida?”.iii

Con el paso de los meses y el regreso de una calma ficcionada y ficticia empezamos a escuchar que en esos silencios densos lo que hubo fueron soledades: parálisis, estrés, angustia, por no pedir ayuda o por pánico a recibirla en un mundo de enmascarados peligrosos. Porque la pandemia nos convirtió a todos en sospechosos: a los cautos y a los irresponsables, porque en nuestros entrecruzamientos todos éramos portadores del virus de la duda. Un tiempo en el que los chasquidos de los guantes desechables, del gel hidroalcohólico, del agua corriendo al llegar a casa camuflaba un silencio que buscaba responsables. Así vimos distintas temporadas de una misma serie: culpables los chinos, culpable el Gobierno, culpables los negacionistas, culpable el casi afónico portavoz de Sanidad, culpables los asaltantes del Capitolio que quisieron montar barullo, hartos de este mundo de tiniebla sonora en que estábamos inmersos, culpables lo niños por hipercontagiadores que, ya no es spoiler, fueron sustituidos por los adolescentes y ahora por todo aquel que venga del extranjero, léase francés, en este momento. Se ve que a nuestros vecinos tampoco les agradan los silencios, los cautiverios y han decidido jugarse el todo por el todo en un Madrid contagioso y contagiable al que llegan para crear toda la jarana que haga falta, cargados con las fanfarrias de su juvenil y desesperada bonanza económica.

Hay quien dice que saldremos de la pandemia gracias al tintineo de los tpv, de los negocios reflotados, gracias a este jaleo desordenado, aunque sospechoso, que no sabe de la soledad de quienes mueren en secreto.

“Se puede ignorar el sonido durante mucho tiempo, pero luego un tictac instantáneo puede recrear en la mente intacta el largo desfilar del tiempo que no se ha oído”.iv

(El ruido y la furia. William Faulkner)


i La rebelión de las masas. José Ortega y Gasset. Austral. Madrid. 1999.

ii Feminismos negros. Una antología. Ed. Mercedes Jabardo. Traficantes de Sueños. Madrid. 2012.

iii Pánico al silencio. Tomàs Navarro. El Periódico. 13 de abril de 2016.

iv El ruido y la furia. William Faulkner. Alfaguara. Madrid. 2010.

Autora: Jaberbock

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