
Quizá en esta pandemia hemos hecho la travesía del desierto que nos faltaba de la cultura analógica a la digital, perdiendo las manos por el camino. Si antes estábamos entregados a una civilización que se manoseaba, que necesitaba poseer táctilmente los libros, la generalización del miedo al contagio, el encierro, la carestía del confinamiento nos ha arrojado en brazos de lo visual. “Derrida ve en el privilegio acordado a la mano del hombre en tanto que encarnación del tocar el principio más firme, más constante y más poderoso dentro de las tradiciones metafísicas”, dice en “Leer, tocar: de una mano a la otra” Michel Lisse sobre el pensador francés. Dejando de tocarnos hemos abandonado la constancia de la esencia, abandonados a la autorreferencia más que nunca de nuestras fotos y haciendo más ruidosos nuestros aplausos como queriendo compensar esa falta de ser por no poder tocar. Aventando aplausos tal vez queríamos hacer llegar nuestras yemas de los dedos, ávidas de otro tacto, el que esta pandemia nos ha restringido.
En ese contexto, Ana Marcos y Alfonso Villanueva nos agarran de la mano para llevarnos ante un cenotafio: ante él nos viene a la memoria la reflexión de Guillermo Carnero, al decir “No en vano todo jardín es una imagen abreviada del mundo, y en su diseño está implícito un concepto del mundo y de la situación del hombre en el mundo. Una sociedad puede ser definida por sus jardines tanto como por su filosofía o su literatura”.[i] En un instante los creadores nos han instalado en la nueva estancia de la modernidad, la de los nuevos escenarios donde transcurrirá esta vida de alejamientos. Dependencias que están en la naturaleza, obligados por esta nueva normalidad al aire libre, aunque en un espacio muy concreto, el de la omnipresencia de la muerte. Un recorrido poético que nos conduce irremediablemente a Jaime Siles[ii], volcado en una realidad recompuesta a partir de pedazos que adquiere todo su sentido especialmente a partir de lo que nos falta y reconstruye la complejidad siempre mirando hacia la ausencia. Por eso la elección del monumento, de la estela funeraria que representa es un signo de los nuevos tiempos, pero incluso en ella se hace patente la presencia huidiza de lo corpóreo, del cadáver, porque la muerte global como amenaza nos ha hecho olvidarnos de ese compromiso tan antiguo de honrar a nuestros muertos y acompañar con nuestro duelo su marcha.
La propuesta de los autores de “No tocar” comienza como un juego infantil: alguien al que no vemos el rostro, del que sólo conocemos sus manos toquetea el monumento en piedra. Se agarra a lo sólido en una especie de cosquilleo a la roca, como queriendo recuperar con esos dedos divertidos la sensación desaparecida, el roce que ya no es. Siguiendo a Derrida la imagen parece querer poner en conexión el contacto y el no contacto, en un concepto deseante que actúa como puente entre las esferas de la vida y la muerte.
La mano, al poco convertida en dos, pues siempre la mano busca un cómplice, parece abrazar el monolito, hurgando en su superficie, intuyendo quizá la otra mano. Aunque haya algún momento en que el propio movimiento nervioso de las dos extremidades nos devuelva al cementerio, a la materia, para transformar aquellas manos anhelantes de encontrar un tacto en trasuntos de arañas subiendo y bajando por la roca, igual que los insectos necrófagos compiten por poblar cada hueco abandonado por lo que hasta hace poco fuera corporeidad habitada.
Son esos acordes del piano rotos por el pitido intermitente de la vida que está despidiéndose sin tocar ni ser tocada en esta nueva urbanidad de sentidos prohibidos. Al menos prohibidos en el compartido, en la escena colectiva, porque en los recintos domésticos el tacto decide hacer de nosotros su reino, obligándonos a vivir bajos sus dominios: hágase Señor según tu palabra. Y el Verbo se hizo carne en magdalenas horneadas, en paños de almazuelas, en bufandas y plastilinas. Y todos los feligreses compartieron la eucaristía del dios del tacto, aquel que ya pertenecía al Antiguo Testamento, rindiendo culto en las iglesias de la nueva parroquia, las sedes virtuales donde la colectividad dijo Aleluya. Porque tomando el pan lo partió y dijo, tomad todos de él, porque es mi cuerpo. Y todos entendieron que esa promesa de seréis salvos les obligaría a la diáspora de su antiguo yo, ese del tacto volcado al otro para conducirlos a la Tierra prometida de los mensajes reconfortantes, llenos de emoticonos y gestos sin roce, abrazos dibujados y besos ficticios.
Pero no, con la multiplicación de las imágenes llegan las ventanas en las que todos hemos muerto en esta larga enfermedad de la distancia y despiertan al espectador de ese verde restallante -¿tan desacostumbrados nos hemos quedado tras tanto encierro?- Parecemos intuir la pareidolia en la piedra, el hueco de la boca -en otro tiempo sin mascarillas, lo más humano- en cada oquedad. Puede que el otro esté allá, escondido y acostumbrados al vacío de las calles, de los parques, a la anulación de los rostros confundamos la soledad con este estar sin tocarse. Por eso solamente nos queda redibujar para reconstruir, escudriñar hasta encontrarnos, borrar las inscripciones para leer, porque detrás de la solidez del mausoleo están todas las respiraciones que quedaron sin esa mano que comprobara su extinción y cada muerte nos obliga a demoler los edificios del temor. De no hacerlo habremos soltado lastre con la poca analogía que nos queda para abandonarnos a un mirar sin sentir, un ser sin tacto.
Autora: Alicia González
[i] Leer, tocar: de una mano a la otra Michel Lisse. Université Paris-Est Créteil. (https://journals.openedition.org/lirico/3959)
[ii] Cenotafio (Antología poética de Jaime Siles (1969-2009). Cátedra.
Soberbia revisión de la obra «Ser sin tacto» escrita con celo desde el espíritu más íntimo de la novela. Alicia González, en un tono culto, ponderado y humano, sumerge al lector en el preámbulo literario de un universo que despierta reflexiones sobre una de las realidades más trascendentes de nuestros días: la importancia de la pérdida del contacto físico a consecuencia de la pandemia.
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