
Aseguran distintos foros de arte en las redes que el lienzo de Helene Schjerfbeck responde al estilo realista. Y sí, probablemente el trabajo de esta autora finlandesa sigue siendo arte figurativo, pero tan lejano del retrato al natural burgués que casi diríamos que asusta. La que debería ser una niña cándida, quizá una preadolescente en su primer baile de pedida aparece despojada de los necesarios adornos de la belleza clásica: sus facciones se desdibujan en una feroz máscara que nos recuerda a Ensor. El rostro, en lugar de ser un luminoso muestrario de las virtudes de la edad de la inocencia se acompaña de las arrugas bajo los párpados y de las sombras grises que avejentan a esa figura borrosa. Tanto como los perfiles del vestido que llega a confundirse con la propia carne de la muchacha, aunque quizá con ello la autora nos esté hablando de esas jóvenes vírgenes envueltas en tules para ser entregadas al mejor postor de un matrimonio de conveniencia como se estilaba en la época. La imaginamos en una sala llena de debutantes y pretendientes, con el carnet recién estrenado sin un solo baile comprometido aún y la sonrisa entre temerosa y expectante de quien no quiere fallar a sus progenitores.
La artista finlandesa nos lleva por un lado al dolor de Frida Kahlo y a Edvard Munch como afirmaba The independent en su crítica sobre la primera exposición monográfica de la autora en La Haya. Pero también nos lleva en obras posteriores como su “Autorretrato con la boca negra” de 1938, “La maestra” de 1933, o “Niñera (Kaija Lahtinen)” de 1943 a Gauguin, a Picasso y a Van Gogh, del que era entusiasta, por la teatralidad de los rostros donde el detalle de las facciones se pierde en pro de la rotundidad de la figura que a veces se esquematiza remedando los iconos tribales africanos, con ojos almendrados directamente una mancha negra y otras estalla en colores que bien podrían estar sacados de la mascarada circense. La autora transforma la que debería ser una niña dulce en una imagen grotesca y propia de la evolución hacia un arte más conceptual apartado del academicismo en el que se crió de la mano de Adolf von Becker.
Volviendo a nuestra pequeña protagonista, a pesar de estar hecha de los mínimos trazos necesarios, podríamos decir que es perfectamente reconocible, porque la autora se preocupa de caracterizar a su figura con el cabello lacio, poco lustroso, recogido en dos coletas y el peinado partido en dos en la frente de la que se escapan dos cabellos que recalcan esa infantilidad de la retratada que nos sonríe maliciosamente. Sus ojos, apenas unas líneas negras horizontales, y la boca, discretamente cerrada, sonriente, con un leve tono rojizo que nos conduce de nuevo a asociarla a esa edad donde el maquillaje no es necesario para cubrir las imperfecciones. El vestido en rosa empolvado y de cuello cerrado, parece flotar con esas pinceladas sobre los hombros de esta muñeca frágil, lo que nos ayuda a imaginarnos la escena no como un fragmento cotidiano, sino como parte de un evento del que no tenemos más noticia que la presencia de nuestra joven. El fondo no existe, se tiñe todo de negro, porque la autora parece decidida a recuperar únicamente lo esencial para el espectador. Podemos observar al ver el lienzo en detalle cómo la autora ha cubierto el trazo previo, probablemente a lápiz, con desinterés, dejando el cuello y lo que podría ser un “arrepentimiento”, un trazo duro en la comisura del labio o en los pliegues junto a los ojos, visibles. Incluso en el lado izquierdo se aprecia una larga pincelada blanca que en lugar de aportar luminosidad, favorece el recorte de la silueta expresionista que de haberla conocido en Alemania la hubiese hecho merecedora de engrosar la lista de “arte degenerado” por su distanciamiento de los modelos establecidos de lo que se concibe como sano, estéticamente correcto y aceptable socialmente.
Autora: Alicia González