
En estos días en que el 11-S estadounidense ha vuelto a monopolizar el protagonismo de las efemérides olvidando la Batalla de Teutoburgo, la batalla del Puente de Stirling, el golpe de Estado de Pinochet que derrocó a Salvador Allende o el comienzo de ese Movimiento de la No Violencia encabezado por Gandhi.
Un movimiento que generaría pocas visitas en YouTube, o en Tik Tok, porque el pacifismo da para pocos seguidores: Mahatma tendría que reinventar los métodos de su proselitismo si tuviera que generar movilización en las calles, porque ya vimos cómo acaba la protesta en Bielorrusia. Más ocurrente parece la solución de Putin para despistar al electorado, creando candidatos alternativos con el mismo nombre que el líder de la oposición, Boris Vishnevsky, para dividir el voto, sabiendo que pocos se pararán a desambiguar al coger las papeletas. No hace falta atacar al enemigo, simplemente se multiplica por tres el número de opositores y se diluye el problema. Se trata, como siempre, de saber poner de tu parte el factor humano, en este caso, la dejadez o la ignorancia de los partidarios de la disidencia.
Algo o mucho de eso hubo también en el atentado de Nueva York si hacemos caso a la historia que cuenta «The looming tower«: un desatino en la gestión de los recursos humanos que son los que al fin y al cabo están al frente de las investigaciones. Hombres y mujeres que se dejaron llevar por sus animadversiones personales y que, en lugar de compartir información reservada con la debida antelación y cautela, hurtaron los datos al contrincante pensando en aquello tan humano de anotarse el tanto. Tenemos al responsable de la CIA, Martin Schmidt, interpretado por Peter Sarsgaard, investido de un orgullo casi místico que contagia a su pupila, Diane Marsh (Wrenn Schmidt). Intuimos que la relación profesional derivaba en una suerte de idolatría trasladada al plano horizontal, aunque no se mencione explícitamente. El espejo de la vanidad, en ambos casos, pudo más que la dedicación a la misión de proteger las vidas de sus compatriotas. Su desprecio por los posibles daños colaterales de operaciones que nada tienen de quirúrgicas nos explica muy bien que estamos ante un estratega endiosado por una metodología maquiavélica que sólo él entiende.

El olor a incienso en Alec Station debía ser tremendo, porque a estos personajes, su egocentrismo exacerbado les hace aplicar esa clásica de los iluminados con la que piensan estar en posesión de las soluciones infalibles y mágicas que sólo ellos conocen. De ahí que guarden celosamente los archivos con fotografías y conexiones entre los implicados en la red de AL-Qaeda que concluyó en un ataque físico, pero sobre todo, en un shock emocional para un país acostumbrado a que las partidas bélicas se juegan siempre en terreno ajeno. Nada nos salpica, así que nada nos preocupa en exceso…, al menos hasta que Vietnam nos devuelve los ataúdes de nuestros muchachos, por ejemplo. Si el 11-S sirvió para algo fue para descabalgar al titán y humanizarlo en esa gendarmería internacional donde todo conflicto merece su intervención, porque las bajas las suelen poner los otros.
Llama la atención las bases de datos utilizadas por la CIA, si es que las que aparecen en pantalla están basadas en las realidad, porque demuestra la escasez de medios tecnológicos para minimizar los errores humanos, haciendo todo depender de esas rencillas personales que tan mal resultado dieron. Quiero suponer que la IA ya ha entrado y de lleno en las estancias de la CIA y el FBI y que, han conseguido desde entonces salvar la compartimentación que relata la película. Porque en lugar de mostrarnos dos entidades autónomas trabajando desde ángulos distintos en asuntos cruciales para la política estadounidense nos desvelaba dos organismos en una tóxica competencia para provocar el tropiezo del otro, pervirtiendo la vocación de servicio público, con la vista puesta únicamente en el mérito y el logro. Personalismos, donde debiera haber cooperación y trabajo en equipo y desprecio de las aportaciones de los considerados rivales, los que debieran ser los tuyos. El caso más evidente es la infrautilización de Ali Soufan, un recién llegado al FBI, al que su jefe, Jim O’Neill, aupa enseguida al entender las posibilidades de alguien como él, como conocedor de la realidad árabe y musulmana. Su origen libanés, el conocimiento del idioma, su implicación personal y profesional no le son suficientes a los máximos dirigentes de la lucha antiterrorista ni por elevación a los sucesivos secretarios de Estado. El conocimiento de primera mano que obtiene se desperdicia y aún más, queda desvalido cuando, defenestrado O’Neill, tiene que vérselas con sus anfitriones diplomáticos, militares y policiales en Yemen para quienes en muchos casos es un advenedizo traidor vendido a EEUU. Es llamativo que su pelea como agente sea desde su posición de creyente, lo que nos permite ver escenas como aquella en la que desmonta punto por punto las falacias de un Corán tergiversado y manipulado por quienes saben que operan con unos secuaces poco dados a la lectura, fieles así a una causa que no es la suya. Una herramienta mortífera, la de atacar desde la creencia a quienes únicamente están haciendo seguidismo de líderes mesiánicos, sin escrúpulos para utilizarlos a su antojo. ¡No se pierdan la escena en la que la llamada del terrorista suicida en Kenia es atendida con estupor por su contacto que no entiende que haya podido sobrevivir a la deflagración! Ni un asomo de compasión o ternura: no se espera de quien entrega su vida que pueda salir airoso, ni hay un mínimo protocolo de humanidad en quien lo escucha.
Del otro lado tampoco están mucho mejor, porque los responsables de Recursos Humanos del FBI tampoco entendieron el desgaste emocional vivido por el agente destinado en Kenia, uno de sus mejores hombres, desarmado ante la impotencia de ver los efectos devastadores de los yihadistas en el atentado de la embajada. Debe ser difícil asumir que todo el esfuerzo de años queda sepultado bajo los escombros y que no has sido capaz de salvar a los tuyos como el Comepiedras de Ende.
No hablaremos de la complicada vida amatoria de O’Neill que seguramente dificultó sobremanera concentrarse al cien por cien en los asuntos de Estado y que imaginamos tuvo que tener escenas entre hilarantes y trágicas al conocerse su fallecimiento en el World Trade Center con la procesión de viudas titulares y en banquillo con las que contaba al morir. Quizá una catástrofe como ésa, podría haber sido para él la excusa perfecta para poner tierra de por medio con esa rutina emocional tan atareada y aprovechar el ejemplo de Wiliam Morgan. Pero no, su destino fue mucho más dramático, porque perdió la vida ayudando a las personas de la Torre Sur en la que estaba durante la evacuación, así que no hay nada de una feliz escapada disfrazado como el Dioni a mejores rumbos, sino la vocación de servicio llevada a sus últimas consecuencias.
Y más trágicas si cabe resultan las palabras de Condolezza Rice insistiendo en que hay que atribuir la autoría al régimen de Sadam y lo digo, no solamente pensando en la gravedad de lo que esa mentira intencionada supuso para la desestabilización de un país y un engaño internacionalmente orquestado, sino, descendiendo a lo pequeño, pensando sobre todo en algún amigo iraquí que verá la escena con los ojos de un dolor que yo no puedo ni alcanzar.
Lo curioso es que en organizaciones tan potentes y entendemos importantes como la CIA y el FBI no se cuidara ese factor humano, el aceite que engrasa los proyectos o que puede detener cualquier mecanismo por excelente que sea su planteamiento de no existir esa imprescindible lubricación que es el intercambio de las relaciones humanas. Nada que analizar en los dos enlaces del FBI en la CIA que a modo de topos debieran haber notificado en su momento sus temores: ni ella ni él tuvieron otro objetivo que el de mantener su puesto o ascender llegado el caso, pervirtiendo la debida obediencia a quienes les habían designado para hacer ese papel de avanzadilla y corregir los errores de la incomunicación. No parece que ninguna de esas negligencias se juzgara y castigara severamente en los tribunales, pero a mí me falta en esta historia el relato no menor de quienes no vigilaron y controlaron que nada chirriase, los gestores de personas que todas estas organizaciones requieren y que por lo visto nunca percibieron nada de lo que estaba ocurriendo a pesar de los gritos, los golpes en la mesa y los silencios reiterados, preocupantes y a la postre, mortales.

Aunque retomando las efemérides tal vez la evocación más conectada con la tragedia de las Torres Gemelas sea la de la expulsión de los musulmanes que se niega a abnegar de su fe y por tanto se ven obligados a abandonar Valencia, un cataclismo que se extenderá posteriormente a toda España. De nuevo una mala gestión de los recursos humanos, porque de no haber mediado la religión como criterio tal vez los Reyes Católicos y sus sucesores no hubieran emprendido una política de exilio forzoso como solución a la diferencia y hubieran entendido el potencial de una multiculturalidad que ya había estado en marcha en la península. Optar por lo limitativo, frente a lo que tiene una mayor proyección de crecimiento, por la propia condición que da su diversidad es otro de los errores: no salirse del patrón, porque nos da miedo exponernos a los retos que exige el conocimiento de nuevas realidades. La zona de confort, huir del pensamiento divergente nos reduce en todos los ámbitos y nos obliga a los que vivimos en él a refugiarnos en las sombras del brillo falaz de lo aceptado. Puede que falte mucho por recorrer para tomar posesión de lo que nos pertenece en el espacio público, entretanto, disfruten del imperio de la mediocridad como mecanismo de la gestión de recursos.
Autora: Alicia González