El peaje del fracaso

En estos días en que se ha recuperado el término indignación para la común dialéctica démosle un nuevo uso: el de los espectadores de programas de telerrealidad. Porque podemos ser críticos con los personajes de la televisión catártica que venden sus penurias cuando están al frente de la maquinaria bélica, pero debiéramos ser compasivos hasta el punto de no admitir que la catapulta destroce a quienes se suben al artilugio arrastrando los despojos de su propio cadáver. Es el caso de Poli Díaz, el muchacho que se subió a la cabalgadura equivocada y que hoy regresa a las pantallas, seguramente de la mano de algún amigo tertuliano que, queriendo mitigar su miseria lo presenta ante las cámaras para que sepamos en cabeza ajena los efectos de una vida desmandada. La escena recuerda a aquellas esclavas de los peplum que eran arrojadas a los pies de los tribunos para que realizarn con ellas toda suerte de aberrantes fantasías. Como ellas, a Poli se lo despoja de su túnica de éxito y admiración obligándole a que, por unos miles de euros, venda su deterioro. Es el precio de acabar ante las hienas que, antes de hincarte el diente -en próximos programas-, te rodean con fingidos halagos y hacen de tu personaje el ejemplo de la depravación escarmentada. No es éste el único caso; Carmina Ordóñez, José Ortega Cano o Raquel Mosquera aprendieron el precio del fracaso, porque a sus perseguidores les dio igual que hubiera identidades sexuales mal aceptadas, adicciones a voces o severos problemas psicológicos. Nada detiene al que se siente investido del dogmatismo de los profetas y se atreve a decirle al otro: «Si tus ojos te escandalizan, ¡arráncatelos!» (Mateo 5:29). ¡Qué final para ese clásico de Ray Milland y qué deseable sería disponer de esos rayos X en los ojos para desnudar a los fariseos del templo televisivo!

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