Asustado por las aceras y por reflejo que ve de sí mismo, un hombre para quien los seres humanos son los otros, los carentes de impostura. Bukowski le pegaría mentalmente de buena gana cuatro tiros al basurero, mensajero de malas nuevas como el agente de poca monta que se ofrece a representarlo y en cambio, a la chica del Este y a su minifalda las elevaría a los altares. Dice el dios Bukowski, el preso de respeto enseñoreado en el patio donde era inmortal que la inocencia se sienta frente a la máquina de escribir. Tal vez porque el parque de Conney Island, el de los sueños sumergidos en la ruina de su infancia es ahora refugio de los locos de Nueva York.
Poeta de los mendigos, es de los que se quedan con su barriga bamboleante bajo la lluvia por escuchar a Lizst y de los que apuestan a caballo ganador por unas buenas piernas, pues está ansioso de coño y de dinero sucio que obtendrá a cambio de recitales de poemas ya muertos. Goza de la valentía del que se salva en el destello de un poema, en franca lucha contra la inutilidad o el casero. Esclavizado como todos por expectativas rotas, sabe que nos autoengañamos con una felicidad sorda que prefiere cerrar los ojos mientras otro se tira a tu mujer. Demasiado real todo para no oler a orina y para no beber, porque es mejor adormecerse cuando se oyen de fondo los bombardeos. Para Charles Bukowski, la única divinidad es la de las necesidades inmediatas y no la de los satisfechos enriquecidos que “bailan con los muertos”.
Alicia González
Ruiseñor, deséame suerte
Charles Bukowski
Visor. Madrid, 2014
232 páginas
14 €