
No van enmascarados, pero juegan a ser los bandoleros buenos de una historia dominada por terribles tiranos que como el Juan Sin Tierra de Robin Locksley no tienen un territorio tangible, aunque expandan sus dominios mientras nadie les ponga freno. Pelean contra una poética, si hay tal cosa en nuestra existencia, de la plena disponibilidad y nos enseñan en “Data ergo sum”, si no a tener miedo, a ser conscientes de la necesidad de la precaución frente al aburrimiento que nos ha hecho sobreexponernos. Ana Marcos y Alfonso Villanueva, han vivido en Sherwood y saben desenmarañar esa telaraña de nuevas tecnologías que nos hace bocado apetecible para cualquier insecto sin escrúpulos, o sea, todos los que no estén regulados por una legislación nacional e internacional alerta.
Si en el inicio, la tecnología fue el desarrollo de herramientas para el progreso y la pervivencia de la especie, en el presente siglo la ecuación se invierte, puesto que nos enfrentamos a tecnologías que cuestionan nuestra supervivencia, o contra las que debemos oponernos para sobrevivir. Estamos cibercotizados, sin que tengamos noción de la politoxicomanía que padecemos y solamente la puesta en pie frente al espejo nos recuerda por un momento la necesidad de volver a convertirnos en los niños que se internan en el bosque, siguiendo todas las recomendaciones de nuestra madre[1]. Aunque al poco volvamos a ser Pearl y John a salvo en casa de quien nos protege de los telepredicadores del dato, pero inconscientes del peligro de quien nos ofrece en sus manos amor y odio a partes iguales. Y esa constancia afectiva -de la que hablaba Giorgio Manganelli en su “Centuria” – a la que nos enganchamos aparca todas esas “preguntas tontas, penosas e inevitables” equiparables a las cookies, que leemos sin mayor interés ni recelo amparados en esa superioridad moral de quien cree que ya lo sabe todo de la entrega. “Hay algo en lo que vemos que no vemos”, en palabras de José Luis Brea. Pero éste no es un enamoramiento convencional, porque en el primer abrazo, en la primera sonrisa, nuestro interlocutor se transforma ya en agresor. Es el gran capturador de nuestros suspiros, de nuestros silencios, de cada espasmo, el que puede hacer que la máscara que somos sea más real que nosotros mismos y que toda esa lectura debidamente almacenada y procesada nos deje desamparados, desprotegidos, solos y frágiles.

HAL sería capaz incluso de acariciarnos suavemente el cabello, si hiciera falta, para convencernos de que detrás de su voz indefinida, meliflua e impersonal se esconde nuestro mejor amigo. El de la exposición del colectivo 3DInteractivo no es muy distinto, quizá por la oscuridad del entorno nos despoja de esa intimidad cálida del botón rojo luminoso y se interna más en el chivato restallante de la comisaría que advierte de un NO PASAR, porque en la sala aneja se están realizando interrogatorios que van más allá de lo admisible. Nada de eso queda en nuestro registro mental como usuarios: por evidente que sea la afrenta al acceder a una nueva web, cumplimentar un formulario o contestar una llamada de telemarketing vomitaremos más datos de los que confesaríamos en la vida real en una calle oscura -que también es ésta, por más que se adorne de las luminarias de internet y sus provocadores anuncios-. La voz al otro de la tecnología es dulce, rara vez agresiva y como HAL se presenta como nuestro apoyo. Asumida la necesidad de consumir quedamos ante la pared fría de la pantalla por tenebrosa que se represente y confesamos sin temor todo aquello que puede desproteger la tranquilidad de nuestro día a día. Al no haber fetiche, no hay mercancía, o eso nos parece…
Pero hemos dado un paso más y en ese campo juega la interacción de estos creadores, porque en su instalación se demuestra que somos datos, en tanto existimos. Y colocados frente a frente a todo ese monstruo de habilidades de aprendizaje que es la inteligencia artificial desgobernada nos desvestimos ante la máquina sin ejecutar una sola acción. Nuestra participación activa para ser víctimas del expolio pertenece ya a una etapa anterior: ahora únicamente es necesario permanecer, exponerse. Todo lo comprendido, interiorizado por la tecnología de cientos de miles de personas permite a la IA “extraer las capas de valor de los datos para darles sentido” como explica la creadora Ana Marcos. Es un breve silencio, apenas unos segundos, delante de un lector que no sabemos tal y sin habernos prestado para ese retrato contemporáneo quedamos inmortalizados a partir de nuestros gestos, nuestros movimientos, esa mueca que se nos escapó por mucho que supiéramos que la observación estaba en marcha, para la eternidad del archivo de la postfotografia que diría Fontcuberta, un almacén furioso de instantáneas sin autoría ni pretensiones, pero con toda la carga de conocimiento cuyo control no depende de nuestra autorización. “De nada sirve escaparse de uno mismo”, asegura el cosmonauta en Big Rip, de Ricardo Romero. Aceptamos participar, pero no en ESTO. Porque esa aquiescencia de la instalación que parte también del ego como propuesta lúdica evoluciona en una aceptación que trasciende esos números y datos sobreexpuestos a modo de curioso holograma en azul sobre el fondo negro. Sucumbir ante una violencia con la que transigimos en tanto no es explícita. ¿Cuánto estamos dispuestos a perder a cambio de exhibirnos? ¿Nuestra vulnerabilidad nos hará célebres o simplemente dóciles? Ciencia que salió del marco del paper y arte que no termina de hacernos entender que siendo ciencia es una alerta. Es la verdadera revolución para Slavoj Zizek, la del día a día, la que cambia por completo nuestra manera de interactuar, no siempre acorde a nuestros declarados valores.
¿Y si de repente en el yo aparece el otro? Cambian las dinámicas interpretativas, porque ya no es el otro, sino el individuo mismo quien se interpela mirándose a los ojos e intenta penetrar en lo que es su yo heteróclito, del que se distancia. Ésa es la transición hacia la que ha evolucionado una muestra que navega y crece, maleable a las circunstancias. Y desde ese instante de interpelación ante el espejo, la alternativa es Alicia para atravesarlo, sabiendo que al cruzar la acuosidad de la superficie estás aceptando que fluyan con tu cabeceo, tus formas de vestir, de conducir, de comportarte, de respirar, tus pensamientos banales y tus pensamientos turbios y que esa manera inexplicable de comportarte se haga transparente para los comerciantes de datos y los negociadores de ese yo que vendiste al Mefistófeles del otro lado del cristal. Y estás encerrado sin percibir las cadenas ni los límites, porque como se cuenta en el documental de Violeta Montoya “Domesticated”, la perfección del sometimiento se da a partir de la anestesia a la que nos somete la falta de reflexión estética y de la extirpación de la complejidad en los mensajes visuales que podría dañar los que llama “círculos de la información” en los que vivimos inmersos. En el panóptico digital del que nos alerta la cortometrajista no hay sitio para vivir, sólo para transmitir una radiante positividad y un exhibicionismo despersonalizador, justo las condiciones idóneas para que los traficantes de datos nos almacenen y diseccionen con el único objeto de este ciclo: consumir y ser consumidos. Y cuando acabe el festín, como en el mito de Tántalo, llegará el castigo y quedará vacía la cáscara de cada uno, carentes de interés para los mercaderes del dato. Quizá las argucias de Salvatore Garau[6] sean premonitorias de un futuro desprovisto de esencias o simplemente un poco más de vaciedad de amplio espectro.

Como siempre, Ovidio se anticipó en advertirnos de los riesgos de penetrar en la casa de la Fama:
“/…/su morada se eligió en su suprema ciudadela,
e innumerables entradas y mil agujeros a sus aposentos
añadió y con ningunas puertas encerró sus umbrales.
De noche y de día está abierta: toda es de bronce resonante,
toda susurra y las voces repite e itera lo que oye.
Ninguna quietud dentro y silencios por ninguna parte;
y ni aun así hay gritos, sino de poca voz murmullos
cuales los de las olas, si alguien de lejos las oye, del piélago
ser suelen, o cual el sonido que, cuando Júpiter
increpa a las negras nubes, los extremos truenos devuelven.
Sus atrios un gentío los posee. Vienen, leve vulgo, y van,
y mezclados con los verdaderos los inventados deambulan,
miles de tales rumores, y confusas palabras revuelan.
De los cuales, éstos llenan de relatos los vacíos oídos,
éstos lo narrado llevan a otro, y la medida de lo inventado
crece y a lo oído algo añade su nuevo autor.
Allí la Credulidad, allí el temerario Error
y la vana alegría está, y los consternados Temores,
y la Sedición repentina, y de dudoso autor los Susurros.
Ella misma qué cosas en el cielo y en el mar se pasen
y en la tierra ve e inquiere a todo el orbe”.
Y queda el último giro de Moebius, la acelerada adecuación de la instalación a los tiempos emboscados de la pandemia. Hay quien se cuestiona como Servando Rocha si “¿Puede contarse la historia de nuestro tiempo a partir de un símbolo definitivamente tan importante como la máscara?”.[8] La respuesta es, por supuesto. Queda pendiente el análisis y la propuesta del colectivo de creadores en torno al régimen de esa nueva individuación de la pandemia, verdadero reto para el reconocimiento facial y la desnudez en forma de datos que lleva aparejada.
Autora: Alicia González (@Jaberbock)