
Quentin Tarantino parte en “Malditos bastardos” de esa premisa, la de cómo reconocer a un hijo de puta. Y por eso cierra con Aldo marcando a sangre a su obra maestra, al coronel de la SS Hans Landa con su cuchillo de monte en la frente, para que quienes se encuentren con él no duden de su verdadera identidad.
Porque en nuestra rutina diaria nuestras acciones no hablan por nosotros a quienes no nos conocen. Y es una pena, si lleváramos un emblema de honradez, sinceridad, empatía o, por el contrario, de crueldad, soberbia, tendencia a encolerizarnos, la vida sería más aburrida, pero nos llevaríamos menos decepciones. Por eso Tarantino se permite crear un mundo en que las deudas se saldan al modo que queramos sí, pero pagando un precio por ellas, sellando nuestro futuro con la huella indeleble de nuestros actos como si nuestro cuerpo se hubiera convertido en un álbum parlante de etología humana.
En cambio, el personaje de Shoshana hace un acto de afirmación de identidad inútil: Necesita reivindicarse como judía, como descendiente de una estirpe anulada, como mujer que se ha visto obligada a transformarse en otra distinta -al menos en apariencia- por efecto del silencio, del miedo a la muerte que la persigue desde que escuchó su nombre a gritos en la colina por la que huyó de los asesinos de su familia. Aceptado su destino, aunque diferido en el tiempo, Shoshana rueda esa despedida que recuerda a algunos fotogramas de la “Europa” de Lars von Triers con ese primerísimo primer plano de la protagonista. Las llamas en este caso no purifican, porque el dolor sigue enquistado en el tiempo, pero ¿a que suena a sueño inconfesable aquello de congregar a todos los canallas declarados o no que nos hemos topado en la vida y deshacernos de ellos en modo hecatombe? Ni lo intenten, si usted pertenece a los buenos, no encontrará ningún placer en la venganza, así que siga soñando y no deje de engrosar nuestros ejércitos.
Autora: Alicia González