De la finitud

finitudGrass se está despidiendo de lo finito, de la carne, siempre tan disímil al cuerpo de las diosas, con sus crujidos y sus redondeces, porque él está haciéndose consciente de su regreso al gemido primigenio. Le están negando el sí y los cajones en los que buscan están ya vacíos.

Aun así el escritor alemán -porque era la lengua de uso en Gdánsk, la polaca,- conservó el asombro y no perdió ese gusto clásico que en el convalecencia y la senectud echa de menos. Viejo vuelto niño, mordisquea esas almendras tostadas que son los recuerdos intactos donde no impera el aburrimiento de una actualidad con imágenes en catarata que uniformiza en la costumbre de la violencia y logra hacer moda de los chalecos antibalas y Premio de la Paz a un fabricante de armas.

El universo de Grass es el de las cartas, género hoy fallecido, salvo en los mensajes escritos en la marea baja. Un escenario desalmado de observadores de la desgracia ajena de los refugiados, aunque sea en regiones tan caras a los alemanes, esos hijos de Schliemann tan arqueófilos ellos. Pareciera que el escritor ultima sus voluntades, pero oigan su sapiencia al alabar al Papa Francisco por ser el dedo acusador de la codicia. Günter llora los viajes que ya no hará, porque ha renunciado y se despacha contra la voracidad inmobiliaria que ha edificado los lugares donde quedaron sus tardes de recogedor de setas. Y no dejen de detenerse en las ilustraciones: Su retrato es casi el del dios de Bomarzo desdentado, desprendido de todo, excepto de la voz profunda y lúcida que denosta la xenofobia de un país secularmente desentrenado en conocerse, única vacuna contra el odio al extranjero, uno mismo.

Alicia González

De la finitud

Günter Grass

Alfaguara. Barcelona, 2016

184 páginas

18,90 €

 

 

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