¿Dónde ubicar a Brâncuși? El escultor rumano es una de esas figuras complicadas de reducir a un movimiento estético: primeramente, porque su formación no es la de un creador al uso, frente a los artistas burgueses preparados para ser élite, o “Los depravados príncipes de la vieja corte” entregados a la molicie. Constantin Brancusi se ganó su destino fabricando artesanalmente un violín a partir de una caja de naranjas en una apuesta de bar y con ella el beneplácito de quien pagaría sus estudios.
Antes había conocido el trabajo manual en el campo y luego como dependiente en varios comercios. En este cambio de siglo Brancusi marcha a París, rumbo al santuario de las artes que era entonces, donde subsiste como friegaplatos hasta que Rodín lo acoge en su taller. Y como “nada crece a la sombra de un gran árbol”, el rumano abandona al autor de “El pensador” tras sus primeras obras escultóricas en madera -lo estoy oyendo buril en mano-, conservando la estela de la tradición rumana, donde el contraste de texturas consigue acrecentar el juego de luces.

Más adelante se permitirá versionar “El beso” de su maestro en su propia interpretación esquematizada de la escena. Mismo material, piedra, mismo contenido, la fusión de cuerpos, distinto efecto: para uno es el arrebato, para el otro, el fondo que subyace tras esa geometrización arcaizante y excesiva cuya rigidez no anula el abrazo (“La sencillez es un objetivo en el arte, pero se alcanza la sencillez a pesar de uno mismo penetrando en el sentido real de las cosas”. Aforismos, 1957). Tantas veces copiado en su simplicidad, el bloque pétreo en un amuleto que resume los trazos, las emociones y todo lo que queda dentro de lo que el creador ha sabido condensar a costa de asustar al espectador con la composición en un arco ojival que forman las cabezas unidas por ese beso que indiscretamente miramos sin parar para entender su secreto.
Brancusi persigue un lenguaje propio más cercano a la metafísica de De Chirico, siguiendo los pasos del monje tibetano Milarepa. Del primero es obvia esa geometrización de los cuerpos y las formas, reducidas a la mínima expresión del ser humano. La búsqueda de la esencia en esa estela orientalizante lleva al tallista rumano a un pulido casi obsesivo (“el acabado es una necesidad”) de los volúmenes y al cierre de las líneas para capturar en ellas la delicada pureza y la luz.
La misma que irradiaba Kiki de Montparnasse, musa de lo que parece un homenaje de Man Ray, “Negro y blanco” a una de las obras más reconocidas de Brancusi, su “Musa durmiendo” (1910). Cada una estamos en esa mujer de ojos entornados y rasgos borrador, la boca dormida y el cabello apenas presente, sin que por ello pierda un àpice de feminidad. En su frente podamos casi notar el bullir de las ideas que el sopor no ha podido adormecer. Una mujer que como todas, incluso ausente, domina la escena con todo ese mundo interior, luminoso aguardando proyectarse en cuanto despierte.
Aunque podemos ir más atrás en la cadena de remedos si pensamos en el “Niño enfermo” de Medardo Rosso, el autor italiano al que Brancusi parece querer corregir la idea inicial del muchacho ladeado de Rosso, tumbando por completo la cabeza exenta de la baronesa Renée Frachon en ese bronce dorado que ejemplifica esa “belleza como equidad absoluta” de la que habla el escultor. Su esencialidad figurativa, lo primigenio de los rasgos que dibuja y la sencillez de las formas nos hacen regresar a la devoción de Gauguin y Picasso por el arte africano y prehistórico, al neoplatonismo de las ideas primeras. Frente a los que tilda de imbéciles por calificar su obra de abstracta, Brancusi defiende el realismo inserto en la idea esencial, aunque se haya incluido al autor en el llamado cubismo sintético o tridimensional.
La realidad está para Brancusi lejos de la teoría, incluso del yo consciente y por eso su ejecución se centra en la acción, en el trabajo casi medieval y artesano mediante el tallado directo de cada pieza desde un naturalismo orgánico que reduce todo lo superficial, el detalle en pro de los rasgos imprescindibles. El escultor a golpe de martillo y cincel extrae la pieza que aumenta su materialidad, de ahí que las obras parezcan contener todo un condensado interior que consigue mediante los acabados de las texturas.

Brancusi no siente como imprescindible la deuda antropomórfica de la estatuaria y en cambio sí en su vigor sintético, al no restar energía a la pieza parece a punto de estallar para mostrarnos todo un mundo invisible en esa densidad externamente comprimida. Para Henry Moore ese despojamiento de Brancusi abre el camino para liberar a la escultura desde esa organicidad, volviendo a los temas clásicos, pero manteniendo la depuración monolítica, el pulimiento y la suavidad de las formas del rumano.
“El recién nacido” (1915, adquirida por Louise y Walter Arensberg, actualmente en el Philadelphia Museum of Art,) es apenas una forma ovoidal en mármol blanco que repitió incensantemente en madera, bronce, acero inoxidable. La gestualidad se circunscribe casi a la boca, en un magistral resumen de la vida que comienza, limitada en sus necesidades, esbozada en sus acciones clave y como alegórica plasmación del origen, algo que conecta a Brancusi con algunos de los experimentos dalinianos, Arp o Miró. Somos ese huevo lloriqueante, extático, que todavía no es y en su potencia está ya siendo.
Autora: Alicia González